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“Otelo”: tragedia, catarsis, maestría
Orson Welles no escondía su preferencia por las fuentes shakespereanas de las cuales se nutrió para conformar su ciclo de filmes sobre obras dramáticas del escritor inglés. Macbeth (1948) y Otelo (1952) son las reconocidas, aun cuando se prefiere incluir El mercader de Venecia (1969), una versión televisiva que no llegó a término, incluso, Campanadas a medianoche (1965), en la que es notoria la presencia de intertextos vinculados con la obra de Shakespeare y de Raphael Holinshed.
Si bien Macbeth mantuvo divida a la crítica especializada, sobre todo, debido a los problemas de ambientación y la rusticidad poco creativa de su dirección de arte, su concepción cinematográfica no deja dudas de la calidad artística del director. Fue Otelo —exhibido recientemente en Historia del cine—, sin embargo, el más reconocido de sus filmes del ciclo. A pesar de los contratiempos que enfrentó durante el proceso de rodaje, es quizás el que arriesga una adaptación libre en función de las circunstancias en las que se vio obligado a asumir la filmación.
En su discurso fragmentado, a veces con un exceso del uso de la fusión de imágenes para lograr las transiciones en las escenas, el filme revela aquellos aspectos que caracterizan, por lo regular, el estilo wellesiano: la proyección escénica de sus actores, la importancia del uso de la luz como elemento fundamental para lograr una armónica concepción del plano, la profundidad de campo que aprovecha los espacios abiertos para imprimir al encuadre una dinámica de movilidad, junto a la particularidad del desplazamiento coreográfico de sus personajes y con ellos, de la cámara, mientras se combinan planos abiertos y cerrados con los cuales se acentúan, mediante el énfasis en el claroscuro, las emociones de los personajes.
Es así como una película rodada con disímiles contratiempos aportó sus mejores frutos. En la frenética expresividad fragmentaria del discurso, el montaje nos entrega una sutil violencia expositiva, alejada del ímpetu de sus predecesoras. Prevalece el tono casi onírico, en el que todo el trabajo con la luz de Anchise Brizzi incorpora a las imágenes una poderosa vitalidad que hace posible la comprensión de que la cámara simula —y no es— el punto de vista de un personaje que observa y domina, con su lente, el escenario.
Otelo no se aparta con mucho de las apropiaciones wellesianas de los textos literarios en las cuales mantenía intacto, a toda costa, el espíritu original de las obras. Las conformaciones del discurso narrativo de sus películas siguen, por lo regular, la esencia del texto en tanto las historias no hacen más que revelar aquellos aspectos que se mantienen inamovibles como parte de la ideología que caracterizó su obra, ya señalada por André Bazin: los pulsos entre la ética humana y sus variaciones de conducta, atrapados en las asimétricas tensiones entre el bien y el mal, aun cuando sus personajes estén matizados por la predestinación que los conduce por el camino de la fatalidad.
De este modo, el estandarte de lo trágico domina casi el esquema argumental de sus filmes, en los cuales se asiste al enfrentamiento entre caracteres condicionados, de manera irreversible, por los caprichos de un destino incierto.